Lisandro Alonso, el más minimalista de los nuevos directores argentinos, nació en Buenos Aires en 1975. Estudió cine en la Universidad del Cine y trabajó como sonidista a finales de los 90’s en Mundo Grúa de Pablo Trapero. También fungió como director asistente en Sobre la Tierra de Nicolás Sarquis hasta que en el 2001, a los 26 años, logró realizar su primera película.
La Libertad nos muestra un día en la vida de Misael (interpretado por Misael Saavedra), un solitario leñador que trabaja en una finca en La Pampa argentina. Vemos a Misael cortando leña, defecando, almorzando, mojándose el pelo para combatir el calor, entregando troncos a un comprador de madera, conduciendo un carro, llenando el tanque de gasolina, matando un armadillo, escuchando la radio, etc. Y eso es básicamente todo. La película es sumamente naturalista y documentalesca con la cámara posicionada sobre Misael prácticamente durante la totalidad de su duración (excepto por una breve escena en que la cámara se “libera” y da vueltas por todo el bosque mientras Misael descansa), documentando todos sus movimientos y sus mínimas interacciones con otras personas (Alonso en general no es muy amigo del dialogo). Pero a pesar de su simplicidad, la película es también una exploración de la relación del hombre con la naturaleza.
Micael, quien vive solo adentro de la finca en que trabaja, pareciera tener una relación conflictiva con la vegetación que le rodea. No hay armonía, no hay sostenibilidad; el bosque es amenazante y hostil lleno de una cacofonía de sonidos que inundan los oídos en todo momento y no dan espacio para la tranquilidad. Micael responde quemando leña para sus fogatas, cortando arboles desde la raíz para ganarse su vida y cazando animales para alimentarse (en este caso, un armadillo). En la escena final de la película, el resplandor de los relámpagos de una tormenta en formación inunda la pantalla mientras Micael come armadillo. La naturaleza amenaza, Micael no claudica. La confrontación está puesta.
Alonso seguiría explorando la relación entre el hombre y la naturaleza en su segunda película, Los Muertos (2004), en la que un hombre llamado Argentino Vargas (interpretado por Argentino Vargas) es liberado de una prisión en Corrientes y viaja en búsqueda de su hija y nietos quienes viven en unas islas internadas en el corazón de un lago. Siguiendo el formato naturalista de su anterior película, aquí seguimos a Vargas en todas sus labores y predicamentos (incluida una extendida escena en la que degolla y destripa a una cabra). Pero si La Libertad llevaba esa contemplación a un punto de tedio, aquí la historia se mueve con un mejor ritmo que evita el aburrimiento (probablemente gracias a que esta es una road movie mientras que la anterior era, bueno, un tipo cortando leña).
En Los Muertos, la batalla entre la naturaleza y el hombre pareciera haber sido ganada por este último. Argentino es un hombre tranquilo y taciturno que, aún así, pareciera tener completo dominio sobre su entorno. Las islas y el lago en el que viaja durante gran parte de la película podrán ser calientes, misteriosas, llenas de insectos y de animales extraños para el espectador; pero Vargas pareciera conocer todos sus secretos. Aún cuando un enjambre de mosquitos o abejas se hace presente, Vargas ni se inmuta: sigue en su camino confiado de que nada le pasará. Pero si esa batalla parece haber sido ganado por el hombre, Los Muertos sugiere un confrontamiento mayor entre los mismos humanos: un personaje sugiere que el crimen por el que Vargas acabó en prisión fue el homicidio de sus hermanos, Vargas tiene sexo con una prostituta mientras las hijas de esta juegan semi-vestidas cerca de donde se consume el acto, la película inicia con cuerpos humanos ensangrentado en la selva mientras un hombre camina con sus manos llenas de sangre, en la ambigua escena final Argentino sostiene un machete antes de entrar a la choza con su nieto; todas estas escenas son un indicador de esa nueva tensión. Una vez que el hombre dominó a la naturaleza y los animales, solo le quedaba dominar a su propia especie.
Fantasma (2006), de apenas una hora de duración, es una especie de conclusión a la historia de Misael y Argentino, una manera para Alonso de unir el destino de estos dos personajes. A diferencia de los campos abiertos de las dos anteriores películas, el escenario de Fantasma se reduce a un solo edificio en el que se encuentra un pequeño cine en el cual se está exhibiendo Los Muertos. El actor principal de esa película, Argentino Vargas, deambula desorientado por el edificio hasta llegar a la sala en la que él y una joven, cuyo nombre y profesión nunca conocemos, son los únicos espectadores de la función. Al mismo tiempo, Misael ronda sin destino aparente los pasillos oscuros del edificio, algunos de los cuales parecen tan amenazantes y hostiles como la vegetación salvaje de La Libertad.
Lo que Alonso hace en Fantasma es resaltar la alienación del ser humano en la sociedad contemporánea. Lejos de la vitalidad y hostilidad con el entorno natural que los acompañaba en sus películas anteriores, Misael y Vargas se encuentran perdidos en un ambiente frío, estéril, descuidado y alienante. Fuera de su elemento natural, estos dos personajes no hacen más que perderse en esta selva de concreto. Pero Fantasma también pareciera cumplir una doble función: por un lado se puede considerar como un experimento con el que Alonso juega con las percepciones de naturalismo documentalista de sus películas. Al presentar a los actores (interpretándose a si mismos) viéndose pasivamente en la pantalla (interpretándose a si mismos), Alonso resalta el carácter ambiguo de sus películas, en el que los personajes no son tanto personajes sino que son figuras detenidas en el punto limítrofe entre la realidad y la ficción. Y por otro lado, Fantasma, muy al estilo de Goodbye Dragon Inn de Tsai Ming Liang, funciona como un comentario acerca de la muerte de los cines alternativos. Alonso se pone a sí mismo como ejemplo, poniendo en el centro de su película a un viejo cine casi desierto exhibiendo Los Muertos. Las audiencias abandonan los cines alternativos. Estos cines alternativos cierran. Y lo único que queda son fantasmas de un tiempo pasado.
En Liverpool (2008), seguimos a un marinero de nombre Farrel quien, al atracar su barco en el puerto patagónico de Ushuaia, decide bajar a tierra y visitar a su familia con la cual no tiene contacto desde hace mucho tiempo. Al mejor estilo de Alonso, la cámara se queda en Farrel recorriendo Ushuaia, viajando hasta el pueblito en el que vive su familia, comiendo, tomando licor (una botella es su fiel acompañante), durmiendo, viendo al horizonte, etc. Una vez que Farrel llega adonde su familia, queda claro que la conexión emocional entre estas personas es nula por lo que a la primera oportunidad él decide escabullirse de la casa y volver a su barco. Si esto fuera Los Muertos o La Libertad, seguiríamos con Farrel en el barco hasta que la película llegara a su fin. Pero en Liverpool Alonso hace algo que no había hecho en sus películas anteriores: cambia el punto de vista. Le decimos adiós a nuestro personaje principal y por los últimos 20-30 minutos de la película nos quedamos con su distanciada familia en el pequeño y frío pueblo en el que pasan su existencia, alejados de todo símbolo de civilización o de argentinidad.
Liverpool es notable también por su desarrollo de personajes, algo casi inexistente en sus anteriores películas. Aquí, si bien mínimamente, somos llamados a hacer una conexión emocional con los personajes, nos vemos forzados a reaccionar de alguna manera ante sus vicisitudes y su estilo de vida. Liverpool no es una película de conflictos entre el hombre contra la naturaleza o del hombre contra el hombre, es una película de la soledad de un hombre y su incapacidad para forjar relaciones afectivas con sus “seres queridos” ni con los lugares que visita. Un día es Ushuaia, otro día es Liverpool. No hay diferencia. Pero su familia, que se queda atrás, no tiene otra opción más que seguir con las labores diarias en un lugar congelado y olvidado por el tiempo.
Lisandro Alonso es un director único en el cine Latinoamericano. Jugando entre el límite de la ficción y el documental, se va meses antes de empezar la filmación a conocer la locación de sus películas, se queda viviendo ahí un tiempo, se mezcla con los nativos, aprende de su forma de vida y de su manera de pensar y los utiliza como actores principales en sus filmes. Sus películas se enriquecen de este naturalismo pero no se limitan a simplemente documentar, están llenas de subtextos y de significados cuya interpretación puede variar de espectador a espectador. La filmografía de Lisandro Alonso nos presenta un mundo en conflicto con la naturaleza, con los animales, con los seres humanos, con las emociones y con la cultura. Pocos directores latinos actuales han comunicado tanto con tan poca parafernalia técnica o histriónica.
En el próximo artículo de esta serie cruzamos el Río de la Plata para realizar una breve visita al cine de Uruguay.